CRISIS Y DERECHO DEL TRABAJO / ¿DERECHO DEL TRABAJO EN CRISIS? UNA APROXIMACIÓN DESDE EUROPA

 

 

 

ANTONIO BAYLOS

Doutor em Direito pela Universidad Complutense de Madrid com prêmio extraordinário de Doctorado (1981). Catedrático de Direito do Trabalho e Seguridade Social na Universidad de Castilla La Mancha - UCLM (Ciudad Real). Diretor do Centro Europeu e Latinoamaricano para o Diálogo Social (CELDS), do Instituto Universitario da UCLM e da Facultade de Direito e Ciências Social da UCLM.

 

 

 

SUMARIO: 1. Crisis y derecho del trabajo; 2. Crisis y modelo neoliberal: algunas paradojas; 3. Crisis económica y de empleo: Europa del Sur, España;  3.1 Las “reformas estructurales” como “exigencias” de cambio para afrontar la crisis; 3.2 La desconstitucionalización del trabajo como efecto de estas políticas; 4. Trabajo y empleo en la perspectiva constitucional; 5. La difícil necesidad de otra política, de otro discurso, en y después de la crisis.

 

 

 

1. CRISIS Y DERECHO DEL TRABAJO

 

El sistema económico capitalista se ha ido transformando desde sus inicios a través de una serie de eventos que solemos definir como crisis económicas, algunas de ellas de extraordinaria gravedad y amplitud. La crisis y los ciclos económicos son esenciales para la propia supervivencia del capitalismo, y en ello posiblemente se cifra el “enigma” del capital[1]. El derecho del trabajo, como conjunto normativo que regula las relaciones de trabajo en un sistema económico de libre empresa, es un producto cultural e histórico que se asocia al capitalismo desde sus inicios, y que en consecuencia en su desarrollo ha metabolizado las alteraciones profundas en las relaciones de producción que llevan consigo las crisis económicas del sistema. Por eso es un tópico afirmar que la crisis es una “compañera de viaje” histórica del derecho del trabajo[2].

 

Las crisis económicas inducen tradicionalmente modificaciones importantes en la regulación jurídica de las relaciones de trabajo. Estamos acostumbrados a que, en la gran mayoría de los casos, estas modificaciones se resuelvan desfavorablemente para los derechos de los trabajadores, a través de la puesta en práctica de procesos que tienen como efecto quebrar la fuerza colectiva de los trabajadores, fragmentar sus niveles de tutela y situarles en la competencia derivada de lo que los antiguos liberales denominaban “la libertad de trabajo”. Sin embargo no hay una relación unívoca entre estas categorías de manera que épocas de bienestar y de bonanza económica se corresponden con la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores y épocas de crisis con reducción de estas posiciones. En muchas ocasiones la crisis ha supuesto una oportunidad para cambios trascendentales en la configuración del sistema de tutela de los derechos laborales y de la ciudadanía social. Así sucedió en USA con el New Deal tras la crisis de 1929, y en Europa, la experiencia de la República de Weimar, supuso el embrión de un derecho del trabajo potente y democrático. En España, este papel lo desempeñó la II República española. Es cierto que estas experiencias terminaron trágicamente con el triunfo del nazismo alemán y del fascismo español, y que estas ideologías criminales eran también ellas originadas como respuestas a la crisis económica. Pero esta constatación trágica no impide observar el laboratorio de propuestas y de formas de construir la tutela del trabajo, la dimensión colectiva del trabajo y la intervención pública que tales experiencias democráticas pusieron en pie. Por eso la ambivalencia de estas situaciones cuando la crisis es profunda y marca una época[3].

 

Conviene sin embargo retener que en su origen, el sistema de derechos laborales surgió en un contexto social y económico generador de una inmensa conflictividad como fórmula ambivalente de legitimación del propio orden económico y de reconocimiento de ciertas condiciones de vida y laborales a la fuerza de trabajo en acción, a los trabajadores. Fue en efecto una respuesta al orden económico del libre mercado y a su construcción social y política. El orden económico del libre mercado imponía explotación, sometimiento e indignidad, y el secreto de la creación de ese sistema de derechos laborales, de lo que se conoce comúnmente como Derecho del Trabajo fue el de encontrar un ligamen imprescindible entre la esfera de lo político – social y el ámbito de las relaciones económico – sociales. Es decir, interpretar la noción básica de la democracia como un concepto anclado en las relaciones sociales de producción, trascendiendo por tanto el plano formal de la declaración de libertad y de igualdad.

 

Desde entonces, el sistema de derechos laborales está adherido a la noción de democracia. No hay sistema democrático sin el reconocimiento de un sistema articulado de derechos y de garantías que haga realidad un nivel estándar de condiciones de trabajo y de vida a la clase social sobre cuyo esfuerzo se construye la riqueza.

 

Esta conclusión se articula a través de una construcción política y democrática más depurada que pone en relación estos dos grandes campos de realidad, el de la economía del libre mercado y el de la política que determina en lo social las nociones clave de igualdad y solidaridad.

 

De forma muy sintética, en este diseño cobra centralidad la progresiva construcción del Estado Social y su presencia en las relaciones sociales y económicas interfiriendo y limitando el orden económico del libre mercado mediante la creación de una amplia zona de desmercantilización de las necesidades sociales. En el eje de la constitucionalidad material, es decisivo el reconocimiento de un principio de igualdad sustancial que se inserta justamente en un contexto socio-económico desigual, marcando de esta manera una orientación político – democrática hacia la igualdad no sólo en la acción de los poderes públicos, sino en la propia actuación de los sujetos sociales representativos de la fuerza de trabajo global. Este esquema necesita del reconocimiento de un principio de pluralismo social que permite la definición desde el sistema jurídico – y a la vez fuera de él – de un sujeto colectivo que incorpora en su acción la mencionada tendencia político – democrática a la realización de la igualdad material y que se construye como representante general de la clase trabajadora. Y como consecuencia de esos procesos, el Estado viene a reconocer en el ámbito de una ciudadanía calificada como social una serie de derechos individuales y colectivos sobre la base de una concepción que sitúa al trabajo como elemento central de cohesión social y de referencia política.

 

Todo este tipo de elementos forman parte de lo que se suele llamar constitución del trabajo o constitución social, y que se define no sólo por la delimitación de un perímetro cada vez más extenso de desmercantilización de las necesidades sociales, asociado a la publificación del mismo, sino también, de forma más significativa, por la asignación constitucional de valor político al trabajo, que en consecuencia impregna la actuación normativa y de gestión  de los poderes públicos y de los sujetos sociales y el reconocimiento de funciones tendencialmente polivalentes del principio de igualdad sustancial como objetivo y como guía del conflicto social. Como fenómeno histórico, se concentra en las constituciones nacional-estatales europeas que nacen de la derrota del nazi-fascismo al término de la Segunda Guerra Mundial, con la prolongación en los años setenta respecto del salazarismo portugués y del franquismo español. En ellos el componente social es muy intenso, y se considera al trabajo como centro de la vida social y política de un país, a la vez que se mantiene en el plano de las relaciones económicas la vigencia del sistema de economía de mercado, que debe ser respetado aunque corregido y encauzado sobre la base de estos imperativos sociales.

 

En lo que se refiere a España, mi país, es bien conocido que el derecho al trabajo constituye el fundamento del modelo laboral en la Constitución española, y que legitima todo el derecho del trabajo. Pero su significado es más profundo. La Constitución del 78 llevó a cabo un compromiso político sobre el trabajo como factor de inclusión social y de cohesión social que nuclea la sociedad y sobre todo como un espacio de derechos que da sentido a la noción de ciudadanía. El trabajo es una relación social sobre la que reposa todo el sistema económico, pero principalmente estructura el sistema social y vertebra políticamente un proyecto de futuro. El trabajo al ser un espacio de derechos es también un espacio de conflicto y de lucha por estos derechos, donde se realiza la idea democrática, un campo de derechos individuales y colectivos que abre además la posibilidad de ser titular de derechos de Seguridad Social, es decir, que enlaza la cláusula de Estado social con una situación de subordinación o de dependencia social y económica que caracteriza al trabajo asalariado como llave de una extensión universal a todos los ciudadanos de estas prestaciones sociales. Eso quiere decir también desde el punto de vista cultural que el trabajo aparece como una actividad social creativa, como un elemento central en la creación de riqueza, pero también como una forma de que las personas se sientan socialmente activas, que aportan algo a la sociedad y que, por tanto, esperan como contrapartida unos derechos.

 

No es una solución fácil, porque este diseño implica la coexistencia no pacífica del trabajo y los derechos a él asociados, expresada cotidianamente de forma no armónica con un principio de libertad de empresa como otro elemento estructurador de la democracia, el reconocimiento del poder del empresario de organizar y dirigir los procesos de creación de riqueza junto con la afirmación de una extensa capacidad organizativa de la forma concreta en que puede encarnarse la figura de la empresa, y, en fin, el reconocimiento del espacio – empresa como un espacio en el que se desenvuelve un activo poder empresarial sobre las personas que trabajan. Estos principios son los que fundan la llamada constitución económica de un país.

 

La convivencia de lo que por comodidad se puede llamar constitución social y constitución económica de un país no ha sido nunca serenamente armónica ni sosegada, pero para la construcción democrática post-liberal resultaba una absoluta necesidad política. Las fricciones entre ambos órdenes se manifestaban en múltiples aspectos, pero en última instancia el marco de referencia democrático contenía estas tensiones dentro de un espacio amplio de convergencia en los derechos humanos fundamentales reconocidos y garantizados como base de la actuación de los miembros de la comunidad y de las autoridades públicas en cualquier estado que se quisiera definir democrático.

 

En efecto, la democracia no es un puro procedimiento de participación de los ciudadanos que se agota en el momento electoral. La democracia impone contenidos específicos en forma de derechos subjetivos o de prestaciones públicas que hacen referencia al trabajo y al empleo, a la educación, la información veraz, la salud y la sanidad, o la vivienda. Ambas categorías - democracia y derechos - son conquistas históricas inseparables. Y este “denso contenido material de principios y derechos fundamentales”, se encuentra reconocido en un triple orden de referencia: la constitución nacional – democrática, que en el caso español surge como respuesta normativa a la disolución del franquismo; el “cartismo” de los derechos en Europa, desde el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950) y la Carta Social Europea (1961), a la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea incorporada al Tratado de Lisboa del 2007, y, en fin, las declaraciones universales de derechos, con especial relevancia en nuestra materia de la OIT, y la fundamental Declaración de Principios y Derechos Fundamentales en el Trabajo (1998). Todas estas referencias normativas son decisivas a la hora de conformar el valor del trabajo en una sociedad contemporánea, porque integran una condición civilizatoria, que resulta positivizada normativamente en estos textos.

 

 

2.  CRISIS Y MODELO NEOLIBERAL: ALGUNAS PARADOJAS

 

Todas las crisis del sistema capitalista que tienen una cierta profundidad aparecen como una irrupción, pero la que hemos sufrido como “el crack del año ocho”[4] ha revestido una gravedad especial. Ha producido una verdadera conmoción del paradigma económico vigente en la globalización que gozaba de la autoridad de las tablas de la ley mosaica. La crisis no se había previsto, lo que no quiere decir que fuera imprevisible, y es una crisis total. No sólo afecta a los mercados inmobiliarios y a los mercados financieros, sino que es una crisis de un modelo de crecimiento basado en la financiarización de la economía y en el carácter especulativo de las operaciones económicas en un mundo global. Su permanencia en el tiempo, al margen de la mayor o menor intensidad de sus efectos, confirma la gravedad de la situación.

 

La crisis se presenta como la validación emprírica de que el modelo hegemónico de regulación social es un modelo económico, social y político que se caracteriza por su violencia, desigualdad e injusticia, y que ha producido una concentración máxima de poder económico junto con el crecimiento exponencial de las desigualdades en todo el planeta. Es por tanto improbable aislar el modelo “laboral” o “social” que acompaña al paradigma económico del neoliberalismo que le sostenía y justificaba, del derrumbe estrepitoso del sistema financiero en el 2008, más aún cuando de ese colapso surgen dos consecuencias importantes: la recuperación de la intervención pública como único salvavidas que permite a la finanzas no desmoronarse, lo que implica una impresionante entrega de fondos públicos en el saneamiento de los grandes bancos que obligan al endeudamiento de todos los estados,  en especial en USA y en Europa, y, en segundo lugar, que las consecuencias más terribles de este crack se verifican sobre el empleo, con procesos importantes de destrucción de empleo, cierre de empresas, parón de la actividad económica e incremento exponencial del desempleo, efectos todos ellos derivados del tipo de regulación económico-financiera que se había impuesto a nivel global.

 

Como se ha señalado en el epígrafe anterior, hasta la llegada de la Gran Crisis del 2007-2008, en Europa se partía de la aceptación por las fuerzas del privilegio económico y social de un compromiso en torno a la democracia y a la participación ciudadana y la conclusión de un pacto social con las clases subalternas. Este compromiso se había encarnado en las constituciones nacionales de los distintos países que constituían Europa, y era especialmente evidente en las los textos constitucionales en las naciones que derrotaron al nazifascismo. En ese pacto social el trabajo ocupaba una centralidad política, era la plataforma sobre la que se construían los derechos ciudadanos de solidaridad y el compromiso por la nivelación social realizable gradualmente con el concurso de los sujetos colectivos y de los poderes públicos. Ello no impedía el juego dentro de ellos para modificar en su favor la correlación de fuerzas y por tanto garantizar el mantenimiento de las asimétricas relaciones de poder económico, social, cultural y político frente a las posiciones contrarias de nivelación de las mismas o por el contrario, intentar modificar las posiciones mayoritarias de los ciudadanos hacia posiciones de firme nivelación social y de incisivo control económico de la libertad de empresa y de mercado. Los años 80 y el derrumbe del socialismo real no cambió sin embargo formalmente este punto de partida, sino que reformuló, explícita o implícitamente, los términos de ese acuerdo: acentuación de la formalidad de la democracia representativa, limitación o incapacitación del pluralismo político mediante leyes electorales y reglamentos parlamentarios, manipulación de la opinión pública mediante el control de los medios de comunicación, fortalecimiento de la violencia del intercambio salarial a través de la progresiva remercantilización de la relación de trabajo y contención de la acción reformista de los sindicatos, privatización creciente de los servicios públicos.

 

La crisis económica del 2008 ha generado efectos devastadores sobre distintos ámbitos de la vida social, sobre la cultura y el derecho, en especial sobre el derecho del trabajo. En una nueva versión del esencialismo económico, la hegemonía en el discurso político y mediático del neoliberalismo está produciendo, en el contexto de una situación de excepcionalidad social, una racionalidad dominante, que tiene como característica principal la generalización de la competencia como norma de conducta y la empresa como modelo de subjetivización. En su aspecto social este proceso implica la tendencia a la individualización de las relaciones sociales a expensas de las solidaridades colectivas con la polarización extrema entre ricos y pobres.

 

El salto cualitativo o “cambio de época” se despliega sobre la base de la confrontación directa entre la racionalidad económica y política neoliberal en la crisis y el acuerdo democrático en el que ésta se encuadraba antes de ella y que la contenía. El impulso autorreferencial del capital impide formular una alternativa política al mismo, desactiva un posible pluralismo político que ponga en duda su capacidad de estructurar y organizar la acción de los gobernantes y la conducta de los gobernados en una sola dirección y conduce progresivamente a desvalorizar el pacto democrático que permitía acoplar la administración de la realidad y el proyecto de sociedad a visiones diferentes de las sostenidas por el propósito que alienta la economía financiarizada global.

 

Se ha producido además un cambio importante en la forma de representar el trabajo con una pérdida de su valor político y democrático. Las fracturas de la tutela laboral han llevado a la generalización de fenómenos de segmentación y de fragmentación del trabajo. El trabajo como base de derechos de ciudadanía se ha visto erosionado por tales transformaciones. Hay una fuerte compulsión hacia figuras sociales que invisibilizan el trabajo, figuras construidas desde el consumo, la mercantilidad o la libre iniciativa. Hay también una crisis en la fundamentación democrática y constitucional de la regulación del trabajo, que ha sido extraordinariamente intensa en los últimos años, a partir del comienzo de la crisis en el 2010. La norma laboral de la crisis propaga en las relaciones laborales un desequilibrio radical entre la libertad  de empresa y el derecho al trabajo, de manera que el contenido laboral de este último queda en gran medida anulado, y esta operación ha sido avalada sorprendentemente por nuestro propio Tribunal Constitucional. Todo ello sobre la base de favorecer la creación de empleo, se dice, ante un cuadro permanente donde millones de ciudadanas y ciudadanos se encuentran privados de él. El trabajo, que se mide tan sólo en términos económicos de volumen de empleo, se pretende que sea un espacio habitado por sujetos cada vez con menos derechos políticos y civiles. Sujetos considerados tales en relación con lo que cuestan económicamente al empleador y en cuanto su trabajo se incorpora a una organización productiva determinada unilateralmente, con débiles controles públicos y colectivos, por el empresario.

 

Y sin embargo, no es posible seguir por la vía de degradación que conduce la re-mercantilización del trabajo en las políticas de ajuste y de austeridad que se han ido llevando a cabo en Europa y en especial en España como consecuencia de la crisis. El trabajo es el centro de un proyecto político democrático de emancipación y eso es algo que no sólo está escrito en la Constitución española al reconocerlo como derecho de ciudadanía. Lo está ante todo en las figuras que visibilizan esa idea, la del individuo que trabaja y la del sujeto que representa en el plano colectivo al trabajo, el sindicato,  que tiene un proyecto global de reformulación de las relaciones sociales sobre la base precisamente de garantizar condiciones de trabajo suficientes, con un salario digno y en un entorno saludable y sostenible, y condiciones de existencia en términos de seguridad frente a los estados de necesidad. La noción de trabajo decente que proviene de la OIT es inseparable de la noción de trabajo con derechos que reconoce el sistema político democrático como un elemento fundamental, integrante de sus señas de identidad en cuanto forma de organización política y social. Que además debe abrirse y compenetrarse con los tiempos de vida que marcan la existencia social de las personas, evitando la desigualdad de género, muy evidente en este aspecto al confrontarse con el trabajo de cuidados. Un trabajo que no puede perder la capacidad creativa de la profesionalidad que se ejercita ni ser sofocado por el despotismo en los lugares de producción.

 

La tendencia a la mercantilización del trabajo destruye el valor democrático del mismo. Es una deriva autoritaria cuyos costes sociales y personales son inmensos. Los cambios del trabajo exigen cambios para afrontarlos, cambios en la cultura jurídica, en las políticas previstas, en las decisiones sobre  la estrategia sindical, en las resoluciones del gobierno, en las opciones electorales. Que al ser negadas por la deriva autoritaria que se apropia de las políticas públicas y alienta la vigorización de los poderes privados, genera conflictos profundos que plantean la necesidad de cambios radicales en los dominios de la política, la economía y la sociedad.

 

 

3. CRISIS ECONÓMICA Y DE EMPLEO: EUROPA DEL SUR, ESPAÑA

 

No es cuestión ahora de pautar con detalle la evolución política y normativa que en España ha ido teniendo las repercusiones de la crisis económica, percibida fundamentalmente en mi país como una dramática crisis de empleo, con porcentajes de desempleo fijados en torno al 25%[5]. Baste decir, en síntesis, que la gestión de la crisis se ha dirigido normativa y políticamente desde el gobierno en exclusividad, a través de una legislación permanente de urgencia que implica la implantación de una práctica decisionista de excepcionalidad política y social que sitúa en una posición secundaria y marginal al Parlamento y se blinda frente a la movilización social negando o ignorando la conflictividad extensa que ésta plantea como problema político y como forma de presión para replantear en el espacio público la dirección, el alcance y el sentido de las políticas de austeridad que es impuesta con consecuencias sociales desastrosas. Prácticamente la totalidad de las normas sobre empleo, relaciones laborales y seguridad social promulgadas entre el 2010 y el 2015, han adoptado la forma de Decreto-Ley, convirtiendo así esta materia en objeto de excepcionalidad social y política. Es un proceso tutelado y protegido por el propio Tribunal Constitucional, capturado por el gobierno popular mediante una política de nombramientos fidelizados[6].

 

Crisis económica y de empleo, pero finalmente y ante todo crisis de la democracia. La impresión que se tiene de este proceso de reformas derivadas de la aplicación de las reglas de gobierno económico al ordenamiento español es la de que se ha provocado un fenómeno de expulsión de la política, en el sentido de que se ha producido un declive de la lógica de la representación y de la mediación operada por los partidos políticos sobre la ordenación de la economía y de la sociedad. En el momento de crisis, la lógica del discurso de “las reformas” lleva a la privación de un “movimiento narrativo” que conecta acontecimientos y acumula experiencias, de forma que “se pierde el poder de interpretar lo que sucede a las personas”, que se refugia en una narración alternativa, pero sin inserción institucional, que es la que fundamentalmente llevan a cabo los sindicatos y los movimientos sociales en su largo proceso de movilización y resistencia “sin voz en las instituciones”. El despliegue unívoco y sin discusión del presente, marcado por las decisiones contingentes de cada decreto-ley, de cada declaración pública ante los medios de opinión, impone un mundo único y un pensamiento único como horizonte de valor. El discurso del poder se basa en una racionalidad materializada en flujos de decisiones entre centros de poder económico-financiero y los “terminales” nacionales, que no permite opciones alternativas o ni siquiera declinaciones de matiz, coloraciones de un discurso cuya validez se autocertifica y se convierte en fetiche de sí mismo.

 

Esta corriente de actuación se basa fundamentalmente en dos líneas de regulación. Por un lado, la demolición de la función política del Estado social en cuanto se procede a la reducción drástica de los efectivos de empleados públicos, el recorte de las prestaciones sociales y del complejo educativo e investigador de la sociedad, en una progresiva acción de privatización de las personas y de remercantilización de la existencia social de los ciudadanos. Por otro, en las “reformas estructurales” que buscan intervenir sobre el marco institucional de las relaciones laborales entendiendo que su modificación es  la clave de la creación de empleo y el desenvolvimiento de la iniciativa empresarial. Este punto se desarrollará con un mayor detalle a continuación.

 

3.1 Las “reformas estructurales” como “exigencias” de cambio para afrontar la crisis

 

Las “reformas estructurales” se han convertido en medidas urgentes  para la “reforma del mercado de trabajo” o del “mercado laboral” - como emblemáticamente se titulan las leyes 35/2010 y 3/2012 – pero son percibidas por parte de los juristas del trabajo como una ordenación determinada del sistema de derechos individuales y colectivos que obedece a una determinada lógica y que desempeña una función precisa. El alcance de estas reformas afecta no sólo a la concreta regulación normativa de origen legal, sino muy especialmente a varios grupos de derechos con reconocimiento constitucional. No es una reforma de un mercado que establece las relaciones de poder entre capital y trabajo y regula su funcionamiento y su reproducción como pura representación de una construcción jurídica sobre el trabajo como objeto de intercambio en un espacio regulado[7], sino que, por eso mismo, se trata de una regulación jurídica de gran extensión e intensidad que afecta directamente a un conjunto de derechos constitucionalmente garantizados como eje de un modelo democrático de relaciones laborales.

 

El grupo de derechos incumbidos es muy significativo. Ante todo, el relativo al derecho al trabajo del art. 35 CE y su proyección en la política de empleo que asegura el art. 40.1 CE. Su propia configuración central en el proyecto constitucional democrático hace que sea el origen y la referencia de los derechos individuales y colectivos derivados de esta situación material. La garantía judicial y colectiva del derecho al trabajo ha sido radicalmente alterada con la reforma laboral del 2012 y en consecuencia, el grado máximo de afectación lo ha sufrido éste derecho básico. Resultan también contenidos en el radio reformista el principio de autonomía colectiva, que se relaciona con el pluralismo social y político como fundamento del orden constitucional, la libertad sindical y la negociación colectiva, es decir, el conjunto de facultades que se derivan de los arts. 37.1 y 28 CE. El debilitamiento de los derechos de información y control en la toma de decisiones de la empresa, la erosión de la fuerza vinculante de los convenios colectivos y la restricción de la capacidad organizativa y de articulación del sistema negocial por los interlocutores sindicales y empresariales, son elementos nocivos que hay que relacionar  con la práctica eliminación del principio de negociación en el empleo público, cuestión que implica además el incumplimiento de las obligaciones internacionales del Estado español, como atestiguan las sucesivas quejas a la OIT de los sindicatos españoles en 2010 y en 2012.

 

Están asimismo implicados en las consecuencias de la reforma “del mercado de trabajo”, la tutela judicial efectiva y la garantía judicial de los derechos reconocidos en el art. 24 CE. La disminución del control judicial sobre las decisiones empresariales y la irrelevancia de la garantía judicial especialmente en materia de empleo y trabajo, ante la reducción de los costes del despido y una cierta inmunización del interés de empresa, definido unívocamente, frente a la evaluación judicial, son los elementos que aplanan este derecho que se acopla así a otros derechos “sustantivos”, como el derecho al trabajo, reforzándolo con vistas a su tutela. El principio de igualdad y no discriminación del art. 14 resulta asimismo cuestionado. Ante todo por el indudable impacto negativo que este proceso de desregulación normativa reviste en términos de género y en consecuencia como fuente de discriminación indirecta, pero también en otros aspectos más periféricos, en el empleo público, respecto de las medidas de devaluación salarial de este personal que produce un resultado desproporcionado en términos de igualdad.

 

También resulta comprendida el área de la libre empresa, en referencia al derecho reconocido en el art. 38 CE. La empresa a la que se refiere la constitución, es una institución orientada a la economía social de mercado[8]  y no a un modelo autoritario de empresa en donde el interés de la misma es definido unilateralmente y de manera unívoca por el empresario, como se desprende de la modificación legislativa operada por la Ley 3/2012, que provoca además una fuerte erosión de la bilateralidad de las relaciones laborales en la empresa, configurando el consenso que deriva del contrato y de la negociación como un fenómeno de adhesión a la decisión empresarial – en el caso del contrato de trabajo individual – o al proyecto organizativo y de actuación de la empresa, en el caso de los derechos de participación y consulta y de la negociación colectiva de reorganización productiva.

 

De esta manera, se encuentra comprometida por la reforma una parte decisiva del sistema de derechos constitucionales, además de la propia deriva del Derecho del Trabajo. No se trata de un efecto último de las políticas europeas de flexiseguridad, que modifican de forma importante los paradigmas centrales del derecho del trabajo al desplazar una buena parte de sus contenidos hacia la noción de flexibilidad y su medición en términos de productividad y empleo, sino un cuestionamiento serio del proyecto constitucional que se afirmó en la democracia. Esto explica la movilización social de resistencia que han enfrentado por parte de sindicatos y movimientos sociales, pero también y  de modo muy particular, la crítica muy radical que ha afrontado la reforma del 2012 desde las posiciones académicas y de los operadores jurídicos en general[9].

 

Es decir, partiendo de la “ambivalencia” del Derecho del Trabajo respecto de su posición en el sistema económico de libre empresa, las normas de reforma y de manera especial las correspondientes a la última fase de la misma, del 2012, han decrecido de manera exponencial la función constitutiva que cumple la estructura de derechos y obligaciones laborales en su doble dimensión individual y colectiva, desbaratando el equilibrio inestable entre las posiciones bipolares representadas en este orden jurídico. El problema que se plantea por tanto no es el de observar y levantar acta de este redireccionamiento del Derecho del Trabajo hacia los intereses de los empresarios, reduciendo  su propia capacidad de mediación en el conflicto social y fortaleciendo la imposición unilateral de los intereses del poder privado sobre los de los trabajadores, individual y colectivamente considerados. La cuestión es la de someter este proceso de reformas a una evaluación respecto del marco constitucional que ha fijado unos parámetros políticos estables a este equilibrio entre capital y trabajo y que por consiguiente juega como un referente de permanencia, de consistencia regulativa y de límite a la “espuma de las disposiciones”[10].

 

3.2 La desconstitucionalización del trabajo como efecto de estas políticas

 

Este proceso que sitúa, correctamente, las reformas legislativas del “mercado de trabajo” en relación con la constitución democrática, puede explicarse atendiendo al concepto de desconstitucionalización. Se trata de un proceso que afecta a las constituciones nacionales, aunque es un término que también se ha empleado respecto del proceso europeo que ha rodeado la firma del Tratado de Lisboa de 2007 y la reconfiguración que éste efectúa del proyecto constitucional europeo[11].

 

El significado que esta noción tiene de abandono de los principios básicos de la democracia – el principio representativo, el pluralismo político y social – se carga ahora de otro contenido, el de corregir, degradándolo, el constitucionalismo social. Se habla así de “constituciones abdicativas o desconstitucionalizadoras”, esto es, marcos constitucionales que, como consecuencia de la ofensiva neoliberal, “resignan de manera deliberada su potencialidad democratizadora tanto en el terreno político como el económico y mutan en algo completamente diferente”[12]. Se trata por tanto de un proceso de “desconstitucionalización” – que puede interpretarse como su contrario, una reconstitucionalización en sentido autoritario -, que se presenta como una sucesión de hechos que logran deformar la estructura de los derechos constitucionalmente reconocidos y su función político-democrática. En definitiva, describe las decisiones del poder público orientadas tendencialmente a la neutralización del sistema de límites, obligaciones y controles que constituye la esencia de la democracia constitucional[13].

 

El sentido que en este texto se quiere dar a esta expresión es parcialmente diferente. Inmersa en esta evolución que desactiva el efecto vinculante de la norma constitucional respecto de la efectividad de los derechos y de sus garantías, pretende dar cuenta más bien del resultado de este proceso más que referirse a su propio decurso. Desconstitucionalización en cuanto privación de los atributos constitucionales que corresponden al trabajo como categoría política reconocida como tal en la norma fundamental.

 

Ya se ha recordado al inicio de este texto que desde la perspectiva constitucional de las democracias occidentales europeas que derrotaron a los fascismos, en cuya estela se incluye la Constitución de 1978, el trabajo representa un valor político fundamental en términos de inclusión en el orden económico de libre empresa, como garantía de la cohesión social y como forma de evitar la recusación política y global del sistema político y económico capitalista. Se realiza un intercambio entre el reconocimiento de derechos individuales y colectivos derivados del trabajo, es decir, la instauración de una ciudadanía social que incluye las figuras representativas del trabajo, junto con el establecimiento de un principio de gradual consecución de la igualdad sustancial que configuraría una democracia social, y la aceptación del sistema de libre empresa en una economía de mercado. Esta orientación, que en la Constitución italiana de 1947 es más evidente que en otras, al declarar que  “la República está fundada sobre el trabajo”, es común a otros textos constitucionales europeos y es la base del “modelo social” europeo. El trabajo, por consiguiente, en cuanto base de la reproducción material e inicio de la vida social para la mayoría de los hombres y las mujeres, se considera una actividad personal que abre el espacio de la economía donde se desenvuelve, hacia lo social y lo político. El trabajo, así, no es un hecho privado, sino un fenómeno social y político, y funda la legitimidad de la Constitución en un sentido material, es decir, el funcionamiento concreto de la vida en sociedad y sus equilibrios de poder. Origina el compromiso progresivo entre la racionalidad del capital y la tutela del trabajo que se plasma en el Estado social, y engendra las figuras sociales que le representan y actúan en defensa de su interés tanto en el espacio de las relaciones de intercambio como en el espacio de lo político-social, reconociendo el conflicto y la autonomía colectiva como ejes de esta actuación.

 

La centralidad política y democrática del trabajo en la constitución se concreta en el reconocimiento de derechos colectivos de sindicación, negociación y huelga, pero fundamentalmente en el papel institucional y nuclear de la figura de la representación colectiva de los trabajadores como elemento básico del sistema democrático que en España establece el art. 7 de su Constitución. El trabajo ingresa en la constitución democrática además al reconocerse un derecho al trabajo como derecho individual de los ciudadanos nacionales. Es cierto que el derecho al trabajo no puede tener  una garantía plena como otros derechos laborales individuales o colectivos al tener que compatibilizarse con un sistema de libre empresa, que lo impide. Pero esta fragilidad del derecho al trabajo en una sociedad capitalista no impide, de un lado, encontrar formas de expresión plenas del derecho en su contenido laboral concreto – principalmente en cuanto a la garantía, derivada del art. 35 CE, de la causalidad, formalización y control judicial de la pérdida del derecho en casos de extinción de la relación laboral y despido, pero en todos los otros aspectos del contenido y dinámica del proyecto contractual y su ejecución – y, en paralelo, derivar otra punta de la acción de los poderes públicos hacia la política de empleo que regula el art. 40 CE, y que compromete a éstos en una orientación “hacia el pleno empleo”. El reconocimiento del trabajo como derecho le hace entrar, por consiguiente, en un campo de intereses en el que el interés general custodiado por el Estado, se sitúa por encima y más allá de la lógica del intercambio contractual de salario por tiempo de trabajo en un espacio privado regido por los impulsos del mercado.

 

La norma reformada actúa directamente contra los elementos fundamentales del derecho del trabajo, reduciendo los límites legales y colectivos al poder unilateral del empresario, ampliando sus márgenes, reduciendo el trabajo a coste de producción que debe a toda costa ser devaluado. Por lo demás, los efectos inducidos sobre la realidad social son desoladores. El incremento de la arbitrariedad y el despotismo en los lugares de trabajo es un hecho cotidiano, y se generaliza la actitud de considerar el empleo como un trabajo sin derechos. Es una percepción que se extiende más allá del espacio del trabajo donde no hay una presencia real de los representantes de los trabajadores. Se amplía a otros lugares en donde los sindicatos y sus capacidades de acción han sido negadas e ignoradas, como el sector público, o donde éstos manifiestan una evidente debilidad. En grandes empresas o sectores productivos enteros, se consagra como regla general el carácter definitivo de las decisiones empresariales sobre la restructuración del empleo, la modificación de las condiciones salariales y la rebaja salarial, y su contención o limitación sólo se puede conseguir a costa de fuertes presiones y conflictos, no siempre exitosos.

 

Se está produciendo en fin un amplio proceso de desconstitucionalización que aleja al trabajo, a sus reglas y a su representación social, del espacio político y social en el que lo sitúa el texto constitucional, al considerarlo progresivamente incluido en la esfera de los intercambios mercantiles, como un hecho privado regulado contractual y organizativamente por el interés de empresa y las reglas del mercado[14].

 

La reacción frente al mismo está dificultada por la debilidad de los mecanismos democráticos generales de control en un marco institucional muy rígido que desconfía de las formas de participación que no se canalicen a través del mecanismo de la representación política y, en él, del principio de mayoría como forma de excluir cualquier incidencia en la toma de decisiones generales. Suspendida unilateralmente la interlocución con los sindicatos por parte del poder público, asegurada la mayoría parlamentaria que garantiza una actuación normativa del gobierno sin sobresaltos, la vía más inmediata que se abría a la resistencia a estos proyectos era el acceso a la tutela judicial. Una tutela que se ejercita en todos los frentes, desde la impugnación de la constitucionalidad de algunas normas de la reforma laboral, a la impugnación en el campo internacional de estas disposiciones, señaladamente en la OIT y ante el Comité Europeo de Derechos Sociales, que interpreta la Carta Social Europea, la inaplicación de normas de derecho español en cuanto sean opuestas y contrarias al derecho europeo, en relación con las decisiones del Tribunal de Justicia de la UE, o, en fin, manteniendo ante los tribunales ordinarios lecturas de la normativa laboral que refuerzan las garantías de los derechos que el legislador reduce o desregula[15]. Todas estas iniciativas se han reflejado en el panorama jurídico español, con resultados diversos, pero ha supuesto sin duda un espacio de resistencia y de reconstrucción parcial de correlaciones de fuerzas más favorables a partir de la modificación del tejido normativo original.

 

Sin embargo este enfoque se suele considerar devaluado al confrontarlo con el que opone el trabajo al empleo y que tiene un origen ya antiguo, en el sentido de mantener la funcionalidad de la orientación de la regulación laboral a la creación de empleo[16]. Es un debate largo y muy recurrente en el último decenio, que ha sido reforzado a nivel europeo con las referencias a los mantras de la flexiseguridad[17]. Los textos legales españoles disuelven el contenido regulativo correspondiente al trabajo en las “exigencias del empleo”, es decir, en la previsible creación de empleo. Haciendo así, defienden y mantienen que la custodia de la creación de empleo en el mercado laboral que se deposita constitucionalmente en el gobierno, exige el sacrificio y la desregulación del trabajo. Por eso conviene también plantearse la relación entre trabajo y empleo desde los parámetros constitucionales en un horizonte en el que se está produciendo un amplio proceso de desconstitucionalización del trabajo.

 

 

4. TRABAJO Y EMPLEO EN LA PERSPECTIVA CONSTITUCIONAL

 

En efecto, se decía antes que la acción de los poderes públicos hacia la política de empleo que regula el art. 40 CE, y que compromete a éstos en una orientación “hacia el pleno empleo”, configura una obligación del Estado que determina el derecho al trabajo de los ciudadanos. Existe por tanto una directa relación entre el art. 35 y el art. 40 CE, porque las políticas de empleo tienen que garantizar el derecho al trabajo[18]. La reforma laboral – desde su primera versión del 2010 hasta la extrema del 2012 – se justifica retóricamente en  este mismo hecho. A la configuración institucional de las formas de “ingreso”  y de “salida” de la relación laboral - contratación y extinción – se unen las prescripciones especiales sobre la ordenación y el fomento del empleo a través de una extensa normativa de políticas activas de empleo[19]. Éstas han sido contradictorias, puesto que junto a normas de “estímulo” a la contratación tal como resultaba reformulada en la norma laboral reformada, se establecían directrices sobre ajuste y recorte del gasto público que prescribían la congelación y destrucción de empleo público. Estas últimas no pueden considerarse como “política de empleo” en el sentido constitucional, puesto que no están encaminadas a la creación, sino al bloqueo y minoración de plantillas en el empleo público, pero su resultado es decisivo en términos de empleo globalmente considerado: la destrucción de empleo de contratados temporales de la administración y en menor medida de contratados fijos ha sido, a partir de noviembre de 2011, importantísima y está terminantemente cuantificada. Por el contrario, las normas de “promoción” han resultado plenamente ineficaces, pese a (o quizá también por eso) su “encabalgamiento” continuo en el tiempo[20].

 

Todas estas normas, que rompen el paradigma creado a partir de 1997 sobre la relación directa existente entre política de empleo y contrato por tiempo indefinido, retornando a una fragmentación de formas contractuales subvencionadas en las que subyace la preferencia por el empleo precario como mecanismo recomendado de inserción[21], han mostrado su absoluto fracaso. Las políticas de empleo activas, combinadas con la reforma “estructural” del esquema legal de la relación de trabajo, han generado efectos desastrosos[22]. La política de empleo es una función del Estado social, que se articula en nuestro país a través de un complejo acoplamiento entre el servicio público estatal y los servicios autonómicos de empleo, y no puede transformarse en una obligación privada de los individuos[23]. Como tal obligación pública, debe ser medida y valorada en atención a sus finalidades y efectos, en relación con la orientación constitucionalmente prescrita, “al pleno empleo”, o, en la enunciación europea, más limitada, un “nivel de empleo elevado”, de forma que, al formular y aplicar las políticas y medidas de la Unión, deberá tenerse en cuenta el objetivo de “un alto nivel de empleo”[24]. Perseguir ese objetivo es una máxima prioridad para el Estado español, que no puede considerarse cumplida con declaraciones retóricas y remisiones a la acción de los agentes privados, sino que debe ponderarse en atención a sus resultados concretos. Debe por tanto someterse a un escrutinio severo que permita la evaluación de la misma en razón a su adecuación para el logro de los objetivos declarados, la creación de empleo[25].

 

La demolición que se está produciendo del nivel de empleo no sólo tiene implicaciones económicas y sociales, obviamente bien conocidas. La pérdida del puesto de trabajo supone la desaparición de derechos individuales y colectivos que se hacen derivar constitucional y legalmente de una situación de trabajo en activo. Extinguida ésta, al encontrar un nuevo trabajo, comienza normalmente de cero en el goce de sus derechos laborales acordes con la nueva situación profesional que adquiere a partir de esa nueva inserción en el trabajo activo. Entretanto, sin empleo concreto no goza del derecho al trabajo activo y por consiguiente de ninguno de los derechos individuales y colectivos que se derivan de esta situación. Es decir, la pérdida del empleo implica una degradación en el status de ciudadanía de estas personas. Y una limitación importante de sus derechos.

 

El Estado, por consiguiente, alentando y propiciando por una parte una política de empleo que en su vertiente estimuladora es plenamente ineficaz, y, de otra parte, imponiendo directamente medidas que destruyen empleo o que impiden su creación, está realizando una operación de aniquilamiento de derechos democráticos de ciudadanía. De forma más precisa, al orientar las políticas de empleo hacia objetivos que impiden la creación de empleo y que incluso de manera explícita buscan su destrucción, están vulnerando el art. 35 de nuestra Constitución que obliga al Estado a proteger el derecho al trabajo de los ciudadanos españoles. Las políticas de empleo que señala el art. 40 CE como función del Estado tienen precisamente como objetivo “el pleno empleo” porque de esta forma se consigue extender el derecho al trabajo a los ciudadanos en los términos que prevé el art. 35 CE, y este es el sentido  de la relación indisoluble entre ambos preceptos[26]. Una política de empleo que produzca directamente efectos contrarios al desarrollo y crecimiento del empleo o que explícitamente, persiga la devastación del marco de la ocupación laboral, es directamente contraria a la preservación del derecho al trabajo a que están obligados los poderes públicos[27].

 

De manera complementaria, estas políticas no constitucionales vulneran otros preceptos legales relacionados directamente con el art. 14 CE, como el obligado “impacto de género” de las medidas adoptadas, previsto ya en la Ley 3/2003 y reforzado a través del principio de transversalidad del principio de igualdad de trato a partir de la LOIEMH, que se debe garantizar, “de forma activa”, en la adopción y ejecución de las disposiciones normativas y en la definición y presupuestación de políticas públicas, y contradicen en la práctica el mandato del art. 42 LOIEMH según el cual “las políticas de empleo tendrán como uno de sus objetivos prioritarios aumentar la participación de las mujeres en el mercado de trabajo y avanzar en la igualdad efectiva entre mujeres y hombres”, lo que obliga a “mejorar la empleabilidad” y la “permanencia en el empleo de las mujeres”. En otro nivel, las medidas públicas adoptadas tampoco cumplen los principios de sostenibilidad y buena regulación que preveía la hoy olvidada – pero vigente – Ley 2/2011 de Economía sostenible, ni desde luego relacionan estas disposiciones con las políticas de responsabilidad social en la empresa, tal como obligaba el art. 39 de la citada Ley 2/2011.

 

No es posible por tanto oponer la tutela constitucional del trabajo a la realización de políticas de empleo, porque la relación entre ambas nociones es recíproca. Se garantiza el derecho al trabajo mediante una política de empleo adecuada. En la reforma del “mercado de trabajo” la desconstitucionalización del trabajo ha llevado consigo la mercantilización y privatización el empleo, una variable económica que debería aumentar en razón de la disminución del coste salarial forzado por la desregulación laboral. Una previsión que  los hechos han desmentido de forma plena. Por tanto, la consideración del desempleo como un hecho privado sometido a la lógica de la oferta y demanda es una política que no cumple el mandato constitucional.

 

Es evidente que la consideración fundada de que se incumplen preceptos constitucionales básicos para la cohesión social mediante la emanación y defensa de políticas de empleo que no garantizan el derecho al trabajo, requieren una réplica en términos jurídicos. Sin embargo, el sistema jurídico español dificulta extraordinariamente una aproximación de este tipo. ¿Cómo establecer un principio de “reversibilidad” de una política de empleo que consigue desmantelar el trabajo y obstaculizar la creación de empleo? La respuesta que se da en este punto suele reenviar al plano político. Se dice que sólo en ese nivel se puede proceder a “revertir” esta orientación política. Pero la vía política no puede dar satisfacción – más allá de la (re)apertura de un proceso de elecciones periódicas por vía del sufragio universal – a una exigencia jurídico-constitucional de cese de una acción de gobierno que lleva a cabo un proceso de desconstitucionalización del trabajo, degradando su tutela y sus garantías como derecho ciudadano[28].

 

Lo cierto es que lo político no se agota en un espacio público-electoral o público-parlamentario. En un nivel institucional colectivo, a través de los acuerdos interprofesionales como consecuencia del diálogo social bilateral entre los sindicatos más representativos y la asociación empresarial de ámbito estatal, se pueden crear indicaciones y reglas que establezcan una toma de postura común sobre las políticas de empleo y la orientación que deben tener éstas. Sin embargo, la práctica de casi cuatro años de “reformas estructurales” ha sido la de cancelar la interlocución con los sindicatos de manera absoluta en todos los niveles de la acción de gobierno, mientras se mantiene siempre - no sólo informalmente - con las asociaciones empresariales. Esta expulsión del ámbito participativo socio-político de las figuras sociales que representan suficiente y extensamente al conjunto de trabajadoras y trabajadores de este país es coherente con la opción privatizadora y mercantilista que la reforma laboral ha ido tendencialmente imponiendo sobre la regulación del trabajo, puesto que la representación del mismo sólo la concibe en el marco de una relación bilateral imperfecta en el mercado de trabajo a través de procedimientos de información y de negociación de la productividad empresarial y del intercambio salarial. Implica una vez más un elemento de convicción de la colocación del poder público “fuera del marco constitucional” al manifestar una clara hostilidad frente a la presencia de la representación del trabajo en el espacio público de la política social, excluida de la toma de decisiones sobre el empleo, la regulación del trabajo y de la protección social. No sólo es otra muestra del proceso de desconstitucionalización del trabajo. Con esta exclusión permanente y consciente, se vulneran asimismo las normas internacionales de la OIT sobre la obligación de consulta a los agentes sociales de las políticas de empleo (Convenio 122, 1964), reiterada en el Programa Global de Empleo (2003) y en la Declaración del 2008 sobre justicia social en una sociedad global equitativa, y se sitúa el gobierno español fuera de la legalidad de la Unión Europea que exige el diálogo social como condición previa a la adopción de políticas sociales y en particular de la política de empleo.

 

Se produce por tanto el resultado paradójico de que, en esta forma de aproximación a la relación entre trabajo y empleo desde las políticas de empleo, es decir, desde la incidencia que tiene la actuación de los poderes públicos mediante medidas contrarias a la promoción de un nivel elevado de empleo, desviándose conscientemente del objetivo constitucional del pleno empleo y de la protección de éste “especialmente en el caso de desempleo” (arts. 40 y 41 CE), la lesión que éstas producen al derecho al trabajo no puede ser corregida por medidas de garantía jurisdiccional, ni tampoco por instrumentos jurídicos institucionales o parlamentarios. Ni siquiera es posible imponer obligaciones de respeto de un procedimiento de participación o de consulta en la toma de decisiones conducentes a estas políticas de empleo contrarias a la orientación constitucional, o a la transversalidad del principio de igualdad. La solución que se ofrece reside en el plano de la voluntad política del poder – lo que es también aplicable al poder privado expresado en la representación institucional de los empresarios – que se expresa actualmente de forma arbitraria excluyendo del campo de la toma de decisiones a los representantes institucionales del trabajo, pero que podría ser de otra manera en razón de la valoración concreta de las circunstancias sociales, en especial la intensidad de las movilizaciones populares y su exigencia de participación democrática, por el poder público. Fuera de ello, el cambio de política se confía en exclusiva al hecho electoral de la participación política para la formación de nuevas asambleas legislativas, y en la medida por tanto en que los resultados que arrojen las urnas permitan un cambio en las políticas de empleo que se orienten en el sentido constitucional de creación y desarrollo de un alto nivel de empleo, de calidad y con derechos.

 

Hacer patente la lesión directa que las actuales políticas de gobierno expresadas en la reforma laboral, los planes y medidas de “desarrollo del empleo” y la política de recortes del gasto social y de eliminación de empleo público están causando en el derecho al trabajo de un amplio sector de la ciudadanía, es un cometido importante en el que se deben utilizar no sólo los instrumentos estadísticos y de medición de que se dispone, sino también los mecanismos de opinión y la percepción de las personas sobre estos aspectos. Se sabe que una demostración plena de esa relación causal en materia de empleo es prácticamente imposible, pero si es más factible la presentación   de todos los indicios económicos, sociales y normativos, junto con el apoyo estadístico, que conducen a esta conclusión. Es necesario un escrutinio estricto de los efectos sobre el empleo de las políticas públicas, la medición de sus resultados a través de una serie de indicadores, como hace la OIT con respecto al trabajo decente[29]. Posiblemente esta forma de enfocar la regulación del empleo permita el acceso a medios de impugnación jurídicos de algunas medidas de regulación del empleo si se relaciona con el impacto que pueden tener no sólo en términos de género y en definitiva por la posible discriminación indirecta que induzcan, sino en lo que se refiere al impacto social de las mismas en su concepción más amplia.

 

El ordenamiento jurídico suministra medios insuficientes y parciales para restituir el trabajo a su posición constitucional, rescatándole de la degradación a hecho privado contractual-organizativo, ajeno a un interés general y colectivo, que ha efectuado la normativa de reforma. Comprender las claves que explican este proceso de desconstitucionalización e integrarlas en un discurso jurídico crítico que sostenga una contratendencia, es importante. Y lo es tanto para abrir el espacio concreto del despliegue de los derechos a un debate  en el que se pueda reformular éste en clave garantista, como para alimentar un proceso de “repolitización”[30] democrática del trabajo y de las figuras en las que éste se expresa, que consolide su posición central en un proyecto emancipatorio de carácter colectivo.

 

 

5. LA DIFÍCIL NECESIDAD DE OTRA POLÍTICA, DE OTRO DISCURSO, EN Y DESPUÉS DE LA CRISIS

 

A partir de la crisis, por consiguiente, se han producido cambios muy profundos en las reglas de la gobernanza que afectan directamente a la sustancia democrática. Ya se ha descrito cómo se ha modificado de forma profunda la forma de producción de normas sobre el trabajo y el empleo, mediante la consideración de este espacio regulativo como un terreno de excepcionalidad democrática, situado bajo el directo control de un gobierno legislador en permanente estado de urgente necesidad. Esta directa intervención del gobierno que enajena la acción del parlamento se liga directamente a la formalización de un programa que despoja al trabajo de su valor político y de cohesión social, lo considera esencialmente coste de la producción sometido a su determinación mercantil, a la vez que reduce el campo de acción y la intensidad de la protección del Estado Social.

 

Estos procesos han alcanzado de lleno al Derecho del trabajo, como construcción teórica y como sistema normativo. En España las reformas han alterado fuertemente el llamado modelo democrático y constitucional de relaciones laborales. Se ha impuesto una norma de parte (de clase), que se despliega en una clara dirección derogatoria y degradatoria de los derechos individuales y colectivos de los trabajadores. La enseñanza y la producción teórica sobre el derecho del trabajo se han visto muy afectados por estos hechos. Una parte de la cultura jurídico-laboral practica la aceptación acrítica del marco normativo y del sentido concreto de las decisiones judiciales, sin cuestionar la realidad que estas dimensiones muestran ni problematizar el entorno jurídico que las enmarca. Por el contrario, el enfoque de muchas y muy interesantes aportaciones doctrinales actuales reposa de manera preferente en los procesos de creación de normas y en la configuración paulatina de nuevas prácticas y reglas colectivas, criticando de manera inteligente el sentido de las reformas y su función.

 

Es este un terreno de confrontación y de lucha fundamental para el sindicalismo y el movimiento obrero: discutir la modificación de la producción doctrinal y teórica sobre el derecho del trabajo que está en marcha, poner en crisis la asunción de planteamientos desreguladores como piezas inmutables de una nueva circunstancia a la que necesariamente se tiene que adaptar la elaboración teórica del derecho del trabajo. Es un debate sobre los ritos y las políticas que enmarcan la producción teórica del derecho del trabajo en el que se juega la legitimidad y la validez de las políticas neoliberales que se están queriendo imponer como única solución para la crisis.

 

El modelo laboral ligado al paradigma económico neoliberal no puede ofrecerse como salida de la crisis. Por el contrario, la imposición de límites reales y de constricciones al capital global es el camino que se debe emprender. La amplitud de la crisis no anula, sino que fortalece la ambivalencia de esta situación, por lo que ésta puede suponer una oportunidad de cambiar, de fortalecer y de diseñar mejor el sistema de garantías que se entrelaza con los derechos de ciudadanía en un sistema democrático, pero también de vigorizar un discurso que se apoya en el trabajo en el centro de la sociedad, más allá de las dicotomías entre Estado y mercado, o entre economía y política: una cultura que se sustenta en el trabajo como eje de la emancipación social y que va construyendo un proyecto político y cultural nuevo que desdice la idea de estar siempre en un tiempo presente o en un horizonte de continuidades. Se trata por tanto de insistir en un discurso que niega el economicismo reductivo de las relaciones de trabajo y de la vida personal y que se posiciona claramente contra el autoritarismo social en todas sus formas, en las relaciones de dominación que se dan en la realidad y que reafirma la orientación profundamente reformista del sindicato desde los lugares de producción, el territorio o la propia metodología de gobierno de las relaciones laborales. Un discurso por tanto que sea capaz de movilizar y de convencer a la gran mayoría de los trabajadores.

 

Eso implica ciertamente una concepción del derecho del trabajo, del modelo social europeo, que se reinventa desde una cultura neolaboralista en un contexto de un trabajo que ha cambiado y en el que se proyectan diferentes identidades colectivas de género, de raza, de edad, pero que pueden converger en un objetivo de amplias igualdades generales, Y significa también una nueva consideración del Estado social y de su contenido prestacional, de la acción de cobertura de necesidades sociales viejas y nuevas y sobre su organización política en términos tanto de autonomías territoriales – federalismo social – como de la participación ciudadana y sindical.

 

En lo que respecta al sindicato, este tiempo de conflictos le ha permitido proyectar la ambivalencia de su posición, depurando progresivamente una respuesta demasiado compacta o autoafirmativa de su real presencia en los lugares de trabajo y de las certezas sobre su interlocución política y social. Tanto la discusión sobre los medios de intervención y de presión, la combinatoria de la huelga general y de la manifestación masiva como refuerzo de un poder contractual ignorado y negado por el poder público y las autoridades privadas de la empresa, el enlace entre el espacio de la producción y el espacio ciudadano enlazado a través del conflicto, o la relectura del carácter socio-político del sindicato, son momentos de enriquecimiento evidente del discurso alternativo sindical que aparece como contrapropuesta al cesarismo político-financiero vigente.

 

La experiencia de la movilización social de los últimos años desde el 2010 hasta la actualidad, no sólo ha generado formas organizativas, programas alternativos y resistencias en algunas ocasiones exitosas, como la lucha contra la privatización de la Sanidad en Madrid, la rebelión urbana en Burgos o la huelga de limpieza en Madrid, todas ellas a lo largo del 2013, junto con otros conflictos no menos importantes, de empresa y de sector que se han prolongado durante 2014 y 2015 acompañados en muchas ocasiones de decisiones judiciales favorables a los trabajadores y a los sindicatos demandantes. Ha segregado asimismo propuestas de reforma democrática y de participación ciudadana que se han ido realizando. El asamblearismo como forma de conexión horizontal, el uso alternativo de las redes sociales,  la exigencia ineludible de transparencia y de participación directa, son algunas de ellas. Pero también la práctica de la iniciativa legislativa popular – en dos ocasiones, la impulsada por los sindicatos y la realizada por la Plataforma anti Hipoteca (PAH) – ha pretendido recuperar para la ciudadanía directamente la activación de un derecho constitucionalmente garantizado para su real preservación y desarrollo, el derecho al trabajo o el derecho a la vivienda en cada uno de los dos casos[31]. En la misma línea se concibe la reivindicación del referéndum – derogatorio, siguiendo la figura italiana, o configurado como una consulta popular propositiva para confirmar prioridades de gobierno, al estilo brasileño – como forma de recuperar la soberanía ciudadana sobre las instituciones de representación política.

 

Es cierto que en los últimos dos años el centro de gravedad del debate público se ha trasladado al terreno estricto de la política, dejando en segunda fila las reivindicaciones sociales y la resistencia frente a las políticas de la austeridad y el recorte de derechos sociales inherente. Lo que no necesariamente implica su postergación, sino que éste eje de resistencia se alarga hacia reivindicaciones directamente políticas, como la forma de gobierno o la configuración territorial del Estado. Pero el panorama de fondo sigue siendo la tensión intensa entre un modelo neoautoritario que se impone por los poderes públicos y privados y un modelo alternativo que considera el trabajo como un espacio decisivo de derechos para el desarrollo libre de la personalidad para la consecución progresiva de una ciudadanía plena e igualitaria.

 

Así que todo está cambiando, y se puede afirmar con cierta seguridad que estos cambios que se han ido señalando provocarán un cambio de modelo sobre el que hemos ido conociendo desde la implantación del  sistema democrático tras el franquismo. No se reiterará el mismo modelo de gobernanza que, en materia laboral y social, ha caracterizado estos 35 últimos años como un marco estable en donde el diálogo social y el consenso político bipartidista han sido elementos decisivos. Se abre la posibilidad de que se afiance un impulso termidoriano, restrictivo de la democracia, modificando por tanto de manera material la constitucionalidad vigente, o que por el contrario, se abran paso formas de desarrollo participativo que permitan avanzar hacia una suerte de democracia expansiva.

 

En esas encrucijadas, volver a las antiguas rutinas y conservar la esperanza en que este tiempo pasará como una mala racha, no es apropiado. Estamos ante un cambio profundo de las reglas de juego. Los medios de los que se dispone son limitados, pero exigen para su eficacia, un proyecto claro de regulación de futuro, su comunicación al conjunto de los trabajadores y trabajadoras del país y ser conscientes de que las urgencias de la situación no requieren salidas en falso ni pequeños arreglos de bricolaje. Exigen un proyecto que redefina las relaciones de poder en el trabajo a la vez que ponen éstas en el centro del debate ideológico y social. La organización más interpelada por ello es el sindicato. Éste no puede dejar de ser la voz de una ciudadanía atropellada y humillada por las fuerzas del privilegio económico, ni permitir que ésta se instale en la resignación o en la rabia.

 

La situación exige también un cambio de actitud de los juristas del trabajo. Prescindiendo de quienes simplemente entienden que su labor es la de aconsejar y justificar las decisiones del gobierno de la economía, sin tener en cuenta que hoy ésta es una potestad recentralizada en estamentos de mando y de dirección de un conglomerado político y financiero de carácter intergubernamental e institucional que enerva la soberanía estatal, y se coloca fuera de cualquier control democrático, o más aun, en plena oposición a él, contra el espacio democrático de derechos basado en la libertad y la igualdad de las personas y de los sujetos colectivos que las representan y en los que éstas se integran, el jurista crítico tiene que superar el desánimo que razonablemente le produce la conciencia de la inutilidad del esfuerzo teórico y doctrinal frente al desapego del mismo por el poder político legitimado electoralmente, y la sensación de que las construcciones de sentido que efectúa se consideran prescindibles o confrontadas a los valores del “crecimiento económico” o la “eficiencia productiva”, como si el sistema de derechos y sus regla fueran un obstáculo para la recuperación económica. Ese pesimismo doctrinal no impide desde luego la capacidad de argumentación crítica y el juicio de valor negativo sobre los aspectos técnicos y la significación autoritaria y antidemocrática de las reformas en acto que se dicen urgidas por la crisis. Pero debe ir más allá. Ese caudal crítico que acumula la opinión de los juristas del trabajo – europeos en general, pero fundamentalmente los que corresponden a las culturas jurídicas de los países más castigados por las “políticas de la austeridad” - debe tener visibilidad en los discursos que se confrontan en el espacio público. No sólo en la medida en que se incorporen a los programas de los sindicatos y de las fuerzas políticas en su condensación como propuestas de acción, sino en cuanto sean capaces de abrir un terreno de debate y de confrontación pública y ciudadana sobre la manera de comprender el trabajo y la empresa como lugares en donde se despliegan los derechos de las personas que trabajan y que les corresponde como ciudadanos de un Estado democrático.

 

Es este un reto importante para la cultura de los juristas del trabajo, que implica que forzosamente se tienen que habilitar lugares de intercambio de opiniones y de comunicación ciudadana desde donde quepa enunciar proyectos generales de convivencia y de regulación política y jurídica en los que el Derecho del Trabajo se rediseñe en el contexto de esa relación desigual y asimétrica que funda la relación jurídico-laboral politizándola en un sentido más libre e igualitaria, restringiendo en términos democráticos el poder privado sobre las personas que lleva consigo el sistema de trabajo asalariado. En ese nuevo diseño los juristas del trabajo tienen mucho que decir. De hecho lo llevan diciendo hace algún tiempo y es hora de que se les escuche con más atención.

 


[1] D. Harvey, The enigma of capital and the crisis of the capitalism, Profile Books, London, 2010.

 

[2] C. Palomeque, “Un compañero de viaje histórico del Derecho del trabajo: la crisis económica”, Revista de Política Social nº 134 (1984).

 

[3] Se puede también afirmar que las grandes crisis del sistema económico capitalista, especialmente las producidas en el siglo XX, han determinado cambios de paradigma en la regulación jurídica del trabajo subordinado, es decir, cambios en el propio “campo teórico” del Derecho del trabajo. Centrándose en el siglo XX, se hipotizan dos modelos típicos de regulación jurídica del trabajo subordinado que tienen características muy diferentes. Un primer modelo es el que surge de la crisis de los años 20-30 del siglo pasado y que tiene como corolario tanto el New Deal americano como fundamentalmente la experiencia de la República de Weimar en Alemania, que es el modelo elegido como típico tanto por su riqueza teórica como por su influencia decisiva en la configuración y desarrollo del derecho del trabajo. En efecto, el modelo weimariano representa la incorporación del Estado social y de los derechos laborales como derechos sociales en la dimensión jurídico – pública, junto con el descubrimiento de la dimensión colectiva y sindical como elemento de regulación autónoma de las relaciones laborales y la integración de la política estatal como límite a las desigualdades del mercado. Este modelo explica el desarrollo posterior, tras la segunda posguerra mundial, de los ordenamientos laborales europeos dotados de una fuerte dimensión pública y colectiva en la regulación del trabajo asociados normalmente al fordismo como forma dominante de organización del trabajo. El segundo modelo, que se confronta al anterior, proviene de la crisis de las fuentes de energía a lo largo de 1975-1980 (OPEP I y OPEP II), y se cifra en un modelo “angloliberal” cuyos ejes políticos se centran en la Inglaterra de Thatcher y en los Estados Unidos de Reagan, pero que también aquí proyecta su influencia sobre buena parte de los países desarrollados. Este modelo-tipo debilita la intervención estatal y pública en la corrección de las desigualdades del mercado, entroniza el concepto del empleo como producto del mercado de trabajo que mide la eficacia de la norma laboral y pronostica el desplazamiento del centro de gravedad de la regulación laboral hacia la empresa y el contrato, por lo que se asocia a los impulsos a la desregulación y a la individualización como forma de regular un trabajo del que se teoriza su flexibilidad como característica mas relevante. Este modelo explica de manera muy suficiente el cambio de paradigma que se produce en los últimos veinte años del siglo XX respecto al derecho del trabajo y las reformas legislativas que se van produciendo en paises europeos y en una buena parte del resto de países desarrollados o en vías de desarrollo, aunque es más frecuente relacionar estas tendencias flexibilizadoras con lo que de forma genérica se denomina “post-fordismo”.

 

[4] Tomamos en préstamo el título de la obra de J. R. Capella y M. A. Lorente, El crack del año ocho. La crisis. El futuro, Trotta, Madrid, 2009.

 

[5] A. Baylos y F. J. Trillo, “El impacto de las medidas anticrisis y la situación social y laboral en España”, Comité Económico y Social Europeo, Bruselas, 2011, en http://www.eesc.europa.eu/ resources/docs/espagne-es.pdf.

 

[6] Frente a lo que ha sucedido en Portugal o en Italia, en donde el Tribunal Constitucional ha establecido límites a la acción del gobierno y del parlamento, en España éste órgano obediente al poder público ha considerado siempre justificable la urgente necesidad alegada por el Gobierno para legislar directamente en materia de empleo y ha avalado la constitucionalidad de la reforma de la normativa laboral.

 

[7] A. Jeammaud, “Le droit du travail dans le capitalisme, question de fonctions et de fonctionnement”, en A. Jeammaud (Dir.), Le droit du travail confronté à l’économie, Dalloz, Paris, 2005, p. 23.

 

[8] Cfr. A. Baylos, “Empresa responsable y libre empresa. Una aproximación constitucional”, en  J. Aparicio y B. Valdés, La responsabilidad social de las empresas en España: concepto, actores, instrumentos, Bomarzo, Albacete, 2011, pp. 47 ss.

 

[9] Que no es una sensación sólo española. En Italia, refiere Romagnoli, “la amenaza de desestructurar un amplio corpus normativo que con gran esfuerzo había adquirido una organicidad propia y una propia identidad, se afronta con el estado de ánimo de quien está viviendo una pesadilla y quisiera salir de ella lo más rápidamente posible”. U. Romagnoli, “La deriva del Diritto del lavoro (Perche il presente obbliga a fare i conti col passato)”, Lavoro e diritto, nº 1 (2013), p. 5. En España, la firma de 55 catedráticos universitarios contra la reforma laboral del 2012, refleja el grado de rechazo académico que esta avalancha normativa recibió en su momento. El texto y las firmas del Manifiesto se puede consultar en http://politica.elpais.com/politica/2012/03/23/actualidad/ 1332530182_382930.html, y una cierta “explicación” de esta iniciativa en http://baylos.blogspot.com.es/ 2012/04/detras-del-manifiesto-de-los-55-algunas.html.

 

[10] “La espuma de las disposiciones cambia continuamente; el fondo del mar permanece con sus principios estables”, G. Lyon-Caen, Le droit du travail, une technique reversible, Dalloz, Paris, 1995, p. 5.

 

[11] Así, E. Brosset, C. Chevallier Govers, V. Edjaharian y C. Schneider, Le traité de Lisbonne. Reconfiguration ou déconstitutionnalisation de l'Union européenne, Bruylant, Bruxelles, 2009.

 

[12] G. Pisarello, “El régimen constitucional español, 34 años después. ¿Reforma o ruptura democrática?”, Sin Permiso, 16-12-2012, http://www.sinpermiso.info/articulos/ficheros/2Cons.pdf, p. 8.

 

[13] L. Ferrajoli, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, Trotta, Madrid, 2011.

 

[14] Más ampliamente, A. Baylos, “La desconstitucionalización del trabajo en la reforma laboral del 2012”, Revista de Derecho Social nº 61 (2013).

 

[15] La importancia de apoderarse del momento interpretativo como forma de “re-escritura” de la norma laboral ha sido muy clara en en el área del despido económico y en la definición de la causalidad del mismo, donde hay un activismo judicial muy intenso tanto de la Audiencia Nacional como del Tribunal Supremo, asi como en la materia de la “ultra—actividad” de la negociación colectiva.

 

[16] A. Jeammaud, “Mercado de trabajo y Derecho del trabajo”, Revista de Derecho Social nº 39 (2007), pp. 9 ss.

 

[17] Un conjunto de aportaciones críticas a la noción de flexiseguridad en sus orígenes, en el libro colectivo coordinado por J.P. Landa, Estudios sobre la estrategia europea de flexiseguridad. Una aproximación crítica, Bomarzo, Albacete, 2009. Incorporando las últimas vicisitudes europeas, J. A. Fernández Avilés, “El modelo de flexiseguridad europeo: Una aproximación crítica”, X Congreso EuropeodeDerechodelTrabajoydelaSeguridadSocial,Sevilla,2123septiembre2011,

http://www.tsj.gov.ve/informacion/miscelaneas/congresoeuropeo/0120Primera20ponencia/13320

FERNANDEZ20ALVILES.pdf.

 

[18] J. Aparicio, “La continuidad de una política de empleo flexibilizadora en la reforma laboral del 2010”, en A. Baylos (Coord.), Garantías de empleo y derechos laborales en la Ley 35/2010 de reforma laboral, Bomarzo, Albacete, 2011, p. 18.

 

[19] F. Navarro y A. Costa, “Reformas laborales y políticas de empleo”, Revista de Derecho Social nº 60 (2012), pp. 19-21.

 

[20] Hay una larga serie de normas, desde la primera “onda” de producción normativa en el 2011, bajo el gobierno socialista, y las modificaciones sustanciales de 2012 ya con el gobierno del PP, que ha prolongado en el 2013 con los decretos de urgente necesidad sobre prestaciones de desempleo – políticas pasivas- de apoyo al emprendedor y de estímulo al crecimiento y creación de empleo (RDL 4/2013, de 22 de febrero), y, en fin, de nuevo en la restricción de prestaciones a los desempleados mayores de 55 años, jubilaciones parciales y anticipadas, en el RD 5/2013, de 15 de marzo, y, posteriormente, con las normas sobre el fomento del “emprendimiento” y del trabajo parcial en el 2014, y asi sucesivamente. Un elenco crítico de esta emanación continua que no parece tener fin en M. Olmo Gascón, “De empresarios a emprendedores: La resiliencia corporativa a través de la devastación de los derechos laborales”, Revista de Trabajo y de Seguridad Social- CEF, nº 381 (2014), pp. 235 ss.

 

[21] Cfr. J. López Gandía, “Los contratos formativos y a tiempo parcial tras la reforma laboral del 2012”, en A. Baylos (Coord), Políticas de austeridad y crisis en las relaciones laborales…cit.,                 pp. 133 ss. En el “contrato estrella” de la reforma, por su parte, la medida de inserción se acompaña de la fijación de un período de prueba de un año con libre rescisión del mismo durante este plazo. Cfr. J. Pérez Rey, “Un nuevo contrato estrella: la modalidad contractual de apoyo a los emprendedores”, en A. Baylos, Políticas de austeridad y crisis en las relaciones laborales…cit., pp. 87 ss.

 

[22] Los datos son concluyentes, pese a la complaciente exculpación de los gobernantes españoles que justifican el desastre sobre la base de que “podría haber sido peor” o que el ritmo de incremento constante del desempleo no es tan rápido como al comienzo de la crisis, que se ha “moderado” la destrucción de empleo. Sólo en el 2012, la tasa de paro ha aumentado del 24,44% en el primer trimestre al 26,02% en el cuarto, computando 5.965.400 personas sin trabajo. Las desagregaciones por género, edad y territorio son asimismo escalofriantes. Como lo es la comparación entre la variación del PIB y el empleo, utilizado en recientes estudios que subrayan la aceleración de la destrucción de empleo para todos los colectivos laborales en razón no tanto de la caída o descenso del PIB cuanto de las reformas legales verificadas. La evolución del empleo en los años sucesivos no ha contrariado este argumento evidente. En enero del 2014 la tasa de desempleo se mantenía en un 25%, para bajar un punto solamente en el año 2015, y estabilizarse en la actualidad – septiembre del 2016 - en el 20%, con 4.500.000 personas en paro. Además de ello, el empleo creado es esencialmente precario y temporal, con un gran incremento del tiempo parcial. De las nuevas contrataciones efectuadas en el 2016, solo un 9% son contratos indefinidos, y en términos generales, más del 25% de los trabajadores españoles son trabajadores temporales, siendo el país de la eurozona con mayor tasa de temporalidad.

 

[23] Esta conclusión es independiente de la mutación que se ha ido produciendo en la configuración interna del sentido que debe adoptar la política de empleo como obligación de los poderes públicos. La centralidad que en este diseño ha ido adquiriendo la noción de empleabilidad, en su doble dimensión subjetiva, de disponibilidad para el trabajo del desempleado, y de idoneidad empresarial para ofertar un puesto de trabajo, conduce en una buena medida al desplazamiento del tema del empleo desde el nivel de las estrategias de planificación sobre el sistema general de ocupación de un país como función pública, al espacio de las relaciones inter privadas en donde la dimensión “contractual” y “organizativa” en empresas y profesiones es determinante de las opciones básicas sobre el nivel de empleo. Es conocido además que la vertiente colectiva no ocupa un espacio significativo respecto de la organizativa-empresarial y la directamente individual “comprometida” con las iniciativas de formación y orientación de las estructuras de programación del empleo. Sobre el origen y la función de esta noción de empleabilidad en la Unión Europea,  J. Cabeza y M. Ballester, La estrategia europea para el empleo 2020 y sus repercusiones en el ámbito jurídico-laboral, MTSS, Madrid, 2010.

 

[24] Insiste en el engarce entre pleno empleo y “calidad de la vida democrática” J. Aparicio,  “La continuidad de una política flexibilizadora….”, cit., pp. 18-19.

 

[25] J. Aparicio, “La continuidad de una política flexibilizadora…”, cit., p. 21.

 

[26] Orientación que recoge, como no podía ser menos, el art. 1 de la Ley 56/2003, de empleo. Cfr. J. Aparicio, “La continuidad de una política de empleo flexibilizadora…”, cit., p. 22.

 

[27] Por otra parte, la validez de las normas de la Unión Europea – lo que se predica también de los mecanismos intergubernativos de gobernanza económica – dependen, para poder ser aplicados en el ordenamiento español, del respeto que las mismas hagan “de nuestras estructuras constitucionales y del sistema de valores y principios fundamentales consagrados en nuestra Constitución”, como señala la Declaración 1/2004, de 13 de diciembre, del Tribunal Constitucional. J. Aparicio, “La continuidad de una política de empleo flexibilizadora…”, cit., p. 45.

 

[28] Esta conclusión es muy desalentadora, y plantea un amplio interrogante sobre la continuidad de un sistema político que es tan opaco a la participación y activación de los controles democráticos sobre la acción de gobierno si no es a través de una referencia implícita al bipartidismo como sistema de gobernanza. Es sin duda un tema sobre el que ya se están avanzando numerosas propuestas de transformación en el marco de una progresiva exigencia de apertura de un proceso constituyente por parte de fuerzas políticas y sociales que avanzan sus reclamaciones en el curso de un ya largo y mantenido proceso de movilización social que no sólo afectan al procedimiento electoral o a la ampliación de institutos como el referéndum derogatorio de normas aprobadas por el Parlamento, sino a pre-condiciones de validez del proceso democrático como la vigencia real del derecho de información y la garantía de preservación de un espacio público de debate y de formación libre de la opinión.

 

[29] Cfr. El número monográfico que se dedica a la elaboración de indicadores para la medición del trabajo decente, Revista Internacional del Trabajo nº 122 (2003).

 

[30] A. Baylos, “Por una (re)politización de la figura del despido”, Revista de Derecho Social nº 12 (2000), pp. 9 ss.

 

[31] Aunque el sistema democrático partidista eliminara esta posibilidad – con una diferente apreciación en el caso de la PAH, que fue tomada en consideración para luego desvirtuarla en la ley resultante, mediante su rechazo de plano en el caso sindical – la organización de este instrumento es muy significativo. A ello hay que añadir una tercera, depositada a inicios del 2016, llevada a cabo por los sindicatos CC.OO. y UGT para la implantación de una renta mínima de subsistencia, que no ha sido tenida en consideración al disolverse las cámaras para la convocatoria de nuevas elecciones en junio de 2016.

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Janeiro/2017